martes, 27 de noviembre de 2012

MIRE HOYAS

Microconversaciones con don Ramón del Valle-Inclán

«Hoyas, escriba una novela»: me decía don Ramón. «No sé, maestro». Pero se ponía tan estupendo que, finalmente, me esmeré y aquel agosto la escribí.

Claro, que me salió Tiempo de silencio. Mire Hoyas, una cosa es escribir una novela, coñes, y otra plagiársela a Martín Santos.


viernes, 23 de noviembre de 2012

RELATOS INVISIBLES

El anecdótico crimen de la Jesusa
  
      
Veinte años.
       Veinte años y un día —aunque el día casi era lo de menos— le cayeron al Mataputas.
       Por lo de la Jesusa.

       Matar a una puta, en estos tiempos que corren, no es cosa que parezca tan horripilante y descomunal. Que, al fin y al cabo, las putas son carne de cañón y desbarajuste. O eso dicen las buenas gentes.
       Enseguida se sospechó, tras el estropicio, del Mataputas (que, mira que la gente es rencorosa, se quedó así el hombre para los restos).
       Estaba cantado. Ocho años beneficiándose a la Jesusa todos los sábados, a las cinco en punto de la tarde, ora a tocateja, ora de fiado, son como para despertar recelos y desconfianzas. La Jesusa, en una dudosa paradoja, apareció tan sanguinolenta como paliducha. Lo cual que muy muerta. Del todo. Debió ser cosa de las dieciséis puñaladas. Y es que ya se sabe: a más amor más puñaladas. No falla.
       Las putas se mueren jóvenes porque se conoce que, si envejecen, las suelen asesinar. Y no es plan. Además, las putas llega un momento en que no están para nada, y lo mejor es que las maten para que no sufran. Porque las putas sufren —dónde va a dar— que al contrario que en el Ejército regular, que asciendes con los años y las guerras, en el de las putas, con la edad y las constantes escaramuzas bélicas lo que hacen es irte apañando a la que te quitan los galones. Y transmigras del Eros Club al bar Sevilla y del bar Sevilla a la Carretera de Circunvalación y de la carretera de Circunvalación al Hospital Clínico y del Hospital Clínico a los Cielos Eternos de las Putas, donde no tienen que follar ni nada, ni chupársela a nadie. Basta con que reces con fervor el rosario a cada atardecida.

       Pero estábamos en lo de la Jesusa.
       Y en lo del Mataputas.


      
 
La Jesusa apareció un sábado, poco después de las cinco en punto de la tarde, en su cama del pisito de la corrala donde sobremoría, toda desbragada, como, por otro lado, le corresponde a una señora puta. Estaba —ya se ha dicho— desangrada y, por ello, con una palidez casi virginal que ponía una mínima, extraña e irreconocible hermosura donde nunca la hubiera habido. La encontraron enseguida, mayormente porque a cada puñalada (éste es un supuesto, pero bastante acreditable) pegaba ella unos chillidos tan marraneros que los vecinos —estábamos a mediados de enero— casi se despistan de matanza. Pero no.
       La primera en entrar en la habitación fue doña Luzdivina y, al tiempo que desviaba, horrorizada, la mirada de la pobre Jesusa (la sangre siempre es muy aprensiva), atinó a ver un culo huidizo en la ventana. Ese culo es de un mataputas. Pensó.
       Lo del culo, aparte de la mera anécdota, tampoco es que fuera determinante en el juicio, que ni tuvo que enseñárselo a doña Luzdivina —por la cosa de la rueda de reconocimiento— ni nada. Pesó más que anduviera tres días huido por alcores y roquedas. Finalmente, lo encontró la Guardia Civil en las ruinas de un convento cisterciense donde se había refugiado al tantarantán, culpable y penitencial.
       — Me doy, —dijo, a la que los del tricornio aprestaron los naranjeros. 
       En cambio, durante la vista, y a pesar de que lo pusieron pingando, el Mataputas (que, hay que joderse, al final lo llamaba así hasta «El Norte de Castilla») no pronunció una sola palabra. A cada pregunta se limitaba a ese encogerse de hombros que suele significar: ¡velay!

       Aquí, en la cárcel, todos me llaman Fidel, sin más.
       Por cierto, la maté porque aquel sábado, a las cinco en punto de la tarde, la encontré encamada con otro.
       Y era mi hora.      
      
       Y hasta una puta tiene que cuidar las formas, cojones. 

      

domingo, 18 de noviembre de 2012

RELATOS INVISIBLES

Frío

Veintinueve años habría hecho por San Quirce, los del pequeño, que no te acordabas de mí, Aniceto. De mis geranios. Siempre enredado con una tierra que nunca nos dio para nada. Ahora que llevas tres días pensativo, callado, te lo puedo decir: te quería de verdad. Me casaste de negro. No era culpa tuya. Me enterraste de negro. No era tuya la culpa. Sino de los inviernos. Pero estuvimos juntos, que estar ya es.

Recuerdo, como si fuera ayer, la primera vez que me dijiste que te gustabas de mí. Todo colorado. Yo, en cambio, no me azaré, llevaba tanto tiempo esperándote. Mis amigas me rezongaban que te gustaba la Eulogia —al fin y al cabo su padre tenía tierras—, pero yo no las hacía caso, sólo había que ver cómo me mirabas. Claro que habría que haberse fijado en cómo te miraba yo.

Tocaban El gato montés. Me pediste baile. Mi madre, la pobre, asintió con la cabeza, que era como dar permiso para que me cortejaras, que en el pueblo echar un baile era casi como una petición de mano. Luego, pues a cuchichear con las comadres, sentadas al fondo del Salón. Estaba tan oronda y orgullosa —no me fuera a quedar para vestir santos— que casi le explotaba el refajo. Me acuerdo como si fuera ayer. Tocaban El gato montés.

Tres años me acompañaste. Día a día. Íbamos por la linde hasta la chopera, justo al lado del regato del Cojonines. Nunca nos dejaron sólos, y yo me preguntaba cómo sabrían tus besos. Bueno, los besos. Nos casamos, ya sabes, de negro. Cómo lloré, Señor. Vinieron los niños y nos los fueron matando los inviernos, menos al pequeño. Tú te empeñabas en llamarle «el pequeño», pero fue el único que nos vivió. A todos los ponías Aniceto, según se nos morían y nos nacía otro. Yo los paría y los airones se encargaban de llevárselos enredados y fríos. Pero nunca te vi llorar, que para eso ya estaba yo. Tú tan sólo me ponías la mano en la cabeza y decías: mujer... Luego, enmudecías para poder acompasar tus penas y mis penas. Siempre has sido un hombre al que le lloraban el silencio. Y nunca te conocí una lágrima.

Veintinueve años hará por San Quirce y ahora andas pensando en mí: callado, pensativo, frío. Tres días. Me casaste de negro, pero no era culpa tuya. Cómo lloré, Señor. Yo a tí, en cambio, nunca te vi llorar... Pero bueno, que me estoy repitiendo como una tonta, y lo mismo te estoy chinchando... Ahora, ya solo espero que vengas conmigo aquí, a ninguna parte.

Aniceto: están tocando El gato montés.

Por las mañanas, temprano, siempre salgo a abrevar a los animales, ellos son, por supuesto, lo primero, que al fin y al cabo son quienes nos dan de comer. Normalmente hay que azuzarlos y apurarlos un poco, que pareciera que todavía estén medio dormidos; pero hay días que, no sé por qué, se me espantan y tengo que correr como una descosida y echar el bofe para alcanzarlos. A mis años. Lo mismo es que se ponen de acuerdo para reírse de mí. No me extrañaría. Los animales son muy suyos y, aunque la gente no lo crea, tienen su sentido, sus manías y, por qué no, hasta su retranca.

Generalmente paso, de camino al regato, por delante de la casa del pobre señor Aniceto. Ya no le queda nadie y se ha vuelto dejado. Se nota en todo, en los tiestos descascarillados y con una tierra muerta que pareciera de camposanto, sin aquellos geranios de hermosura que cuidaba como un potosí su mujer, la Pilar. Dónde acaban dando las cosas. Con los aperos pasa lo mismo, están herrumbrosos y acobardados, acomodados a su aire, en cualquier parte, sin orden ni concierto, como centinelas aburridos haciendo una guardia absurda que ya no le importa a nadie. Ya no te digo de los visillos, de los marcos de las ventanas, de las sillas de anea que se han quedado atrapadas para siempre junto a la puerta, donde una manta descolorida se deja llevar por el viento como sin fuerzas, como entristecida, como pidiendo un auxilio que no llega.

Y sobre todo el silencio. Porque, es curioso, de las casas suelen salir ruidos del cada día, una cacerola farfullando, una pelea que comenzó íntima y se hace viajera, arrastrar de zapatillas o cloquear de zuecos de madroño, el ayear del perro a quien se le pisa la siesta y el rabo. Pero de la casa del señor Aniceto hace ya mucho tiempo que tan sólo sale silencio. Un silencio frío que a mí me eriza el vello y la sonrisa.

Precisamente ayer pasé por allí. A veces me llego hasta la ventana por ver de saludarlo, incluso toqueteo varias veces en los cristales, y él se asoma y me contesta con un buen día, que está solo y triste, refunfuñón, pero sigue siendo buena gente y hace el esfuerzo de responder. Aunque ayer, no sé por qué, me dio repeluzno pegar la nariz al cristal. Me dio miedo, ya ves. Ni siquiera me acerqué , y pasé casi a la carrera, hasta mirando para otro lado por disimular un tanto. Yo no sé si me vería, pero de verme tuvo que extrañarse, aunque no creo que se enfadara por el desaire. No sé si hice mal. Vaya usted a saber.
Pero es que ayer el silencio salía más fuerte que nunca.

Hoy veré de acercarme.

Mayormente lo que siento es frío. Porque, la verdad, el silencio no me importa. Casi que hasta me arrulla. Y a la soledad uno se había acomodado hace ya muchos años. Desde que murió mi Pilar, aquel invierno de airones y destrozos. Claro, que también la postura me incomoda un tanto, más que nada por lo desacostumbrado. Tres días. Aunque, qué hacer, ya me iré amoldando.

El sol se porta bien, que recorre la habitación cada mañana de este a oeste, que es lo suyo, y va dejando un reguero limosín como un rayo de pelusillas y mínimas polvaredas que juguetean y me animan mucho.

Por cierto, ayer pasó junto a la ventana la Eneldina, pero ni saludó ni nada. De hecho, ni siquiera atisbó por los cristales. Sería de ver que se hubiera vuelto discreta con los años. Iba con los animales, a abrevarlos. Les chasqueaba la lengua por que se apuraran, como si tuviera prisa. Prisa. Si no tiene otra cosa que hacer en estos días. Se alejó al poco, balanceándose, azuzando la vara y sonando los zuecos en el empedrado. A la edad le suelen salir las viruelas de llamar la atención. No sé a quién, en este pueblo de ancianos aburridos de cataratas.

Se me ha dormido una pierna. Cada día me pasa con más frecuencia. Será de ir a Bembibre a que me mire el de cabecera. No es que sea para tanto, pero es una coña. Ahora entiendo a Pilar, cuando se quejaba, durante el embarazo del pequeño, de que no sentía una mano. Yo le chinchaba que era una quejique, pero ella estaba en lo suyo. Porque este notarse acorchado es un sinsón. Don Matías decía que era cosa de los tendones, que le aprisionaban no sé qué, que se le pasaría pronto. Aunque no le dio tiempo, pobre, que se me murió aquel invierno de airones y destrozos.

Estoy mirando el campo y da pena. Señor. Últimamente me he vuelto dejado, no estoy para nada. Me canso. Se me va la cabeza. Y hasta me empieza a gustar el desorden. Pero la tierra no tiene la culpa de que yo sea cada día más intercadente. Al año que viene habrá que arrendar.

Es curioso, son ya tres días sin dejar de pensar en Pilar. Y mira que han pasado años. Veintinueve hará por San Quirce. Los del pequeño. Aquel invierno de airones y destrozos. Cómo lloraba el día antes de la boda, porque no se podía casar de blanco. Pero de dónde sacábamos las perras para un traje de novia. Así que nos casamos los dos de negro. Y, a mí, aquello me dio mala espina. La echo de menos. En fin.

Ha entrado el sargento y se ha comido el resol de la ventana.
Ya iba siendo hora, que llevo aquí tres días.
Colgando.
Me bajan.

Fíjate, Pilar, ya no siento frío.

 

CON LA PRESENCIA SIDERAL DE... ¿Cómo se llama éste?


  CINE B
 


Lo que ahora se conoce como cine de serie B era antes, en mi adolescencia, simplemente cine. El cine que veíamos los sábados por la tarde en las sesiones juveniles del Real Cinema en Santa Cruz de Tenerife. Por unas pocas pesetas, docenas de arrapiezos atiborrados de maíz tostado, pipas y golosinas variadas nos apiñábamos en las butacas para dejarnos llevar por las aventuras del gran Maciste, Fantomas, Louis de Funes o cualquier héroe de plexiglás y decorado de cartón piedra.
Películas de bajísimo presupuesto interpretadas por actores y actrices desconocidos con la piel brillante y el pelo algo emplastado, como mandaban los cánones setenteros, y entre los que de vez en cuando se colaban grandes secundarios como Cameron Mitchell, un emperador romano mucho más creible que cualquier otro. Eran historias repletas de acción, intriga, monstruos legendarios, naves espaciales con botones luminosos y puertas que se abrían con sólo mirarlas, fumanchús y malvados de perilla y rostro afilado.
Se nutrían de efectos especiales de baratillo y bandas sonoras de recortar y pegar, pero a nosotros nos importaba un pepino: no veíamos la hora de salir corriendo para el cine y disponernos a devorar cualquier historia que nos contasen, por increíble que fuera. Encontrábamos en aquellas películas los mundos imaginarios que deseábamos visitar, las hazañas imposibles que nos gustaría protagonizar, los parajes misteriosos y lejanos a los que hubiéramos querido viajar. Aquellas pantallas gigantes del cine de antes eran como enormes agujeros negros hacia los que nos precipitábamos sin oponer resistencia, y que daban acceso a universos paralelos de placer. Cuando salíamos de nuevo a la luz del día, los comentarios no cesaban durante toda la semana. Hasta que llegaba un nuevo sábado, una nueva película en el Real Cinema, otra vez el maíz tostado y de nuevo la magia.
¿Cine B? Cine. Historias. Emoción.
 
 

 

miércoles, 7 de noviembre de 2012

ALWAYS LOOK ON THE BRIGHT SIDE OF DEATH...

Testamento ológrafo


Sir Edmond Winchester Goose —acaso remedando a Franz Kafka— escribió poco antes de expirar: «Todo lo que se encuentre de mis escritos, cuando yo muera, debe ser quemado de forma inmediata. Sin ser leído».

 

John Stardust, su albacea, cumplió el encargo sin duda alguna. Sin el más mínimo remordimiento. Ni se le ocurrió leerlos. Tenía mucho talento.

CON LA PRESENCIA INTERESTELAR DE... (POR RIGUROSO ORDEN DE DESAPARICIÓN)


NIETO, José María





La luz del mundo (Two)

Las dos y la pared de la cocina permanece iluminada por las ventanas de vecinos trasnochadores. Las sombras de las plantas se recortan en los azulejos, y contemplándolas pienso que no existe brillo más cálido que el del patio de luces durante la noche. El primero, el tercero y el cuarto duermen; el segundo izquierda y el quinto derecha velan. Cada resplandor es un misterio; cada lámpara, una historia. ¿Habrá tras esa ventana alguien solo o acompañado? ¿Será un joven estudiante o un jubilado al que cuesta conciliar el sueño? Cuánto calor y cuánta vida en la palidez amarillenta que alumbra el viejo y feo patio con sus cables, sus desconchones, sus bajantes desnudos y sus tendales mal vestidos.




Cuánto amor y dolor y esperanza y soledad tras esa luz mortecina. No me vengáis con las estrellas, ni me habléis del sol ni de la luna de los cojones. No hay ningún corazón latiendo allí. El centro luminoso del universo es un patio de vecindad.