miércoles, 5 de septiembre de 2012

POR CARCELERAS

Hay ciudades tan descabaladas...


tan faltas de verdadera esencia humana y vital; tan prepotentes de su sustrato histórico y capitalino; tan encerradas en sí mismas; tan orgullosas de sus pasados o presentes como desconocedoras de su verdadero futuro; tan estrechas y arracimadas en su núcleo cotidiano; tan carentes de espacios sinceros, y devastadoras de todo lo protegible; tan entre lo aristocrático y lo industrial; tan llenas de cementos y privadas de pardales y picazas; tan experimentales y tan sin experimentar; tan protectoras de sus falsificaciones mientras niegan el nido a sus cigüeñas; tan cínicamente olvidadas de alféreces casaderos y solteronas para vestir santos; tan pretendidamente modernas y siempre sin definir; tan con Calle Mayor; tan hábilmente deslavazadas para impedir que se expliquen a sí mismas; tan pretenciosamente ambigüas; tan poco soñadoras y tan poco creíbles; tan tasadas por aranceles, impuestos y gabelas; tan con reyes y con bufones del siglo XVII; tan entristecidas cuando llega el otoño y abandonadas cuando despuntan los calores; tan farsantes y falsarias; tan obsesionadas con sus limitados grandes parques y boulevares; tan sin verdadera nieve; tan temerosas de saltar ríos y ferrocarriles; tan poco hechas a su racional medida; tan fecundas en aguas fangosas, irreductibles y contaminadas; tan amancebadas con su río y adúlteras con su riachuelo; tan orgullosas de sus escasos personajes de importancia; tan poco deportistas pero —sobre todo— tan poco deportivas; tan vanidosas de su propia vanidad; tan creyentes en su infalibilidad idiomática, exclusivista e irrepetible; tan poco acogedoras y menos hospitalarias; tan melindrosamente cotillas cuando pretenden ser averiguadoras; tan dependientes de los servicios sin haber aprendido a ser serviciales; tan poco iluminadas y tan brillantemente ostentosas; tan amargas y desconocedoras de sus propias limitaciones; tan en promiscuo maridaje con la especulación; tan destructoras de sus tenerías y palacios; tan orgulloso ombligo de un mundo limitado; tan de subir o bajar al centro; tan beatas y tan poco religiosas; tan con patrones y ningún patronazgo; tan televisivamente procesionales; tan sin campanas sonando alegres y convincentes; tan decadentemente conventuales; tan recatadas en sus formas cuanto más promiscuas en la oscuridad; tan llenas de trenes y carentes de verdaderos viajeros; tan pueblerinas pero ansiosas de adquirir la vitola del cosmopolitismo y la universalidad; tan llenas de habladurías y faltas de conversaciones; tan agrias y cerradas a todo lo extraño o extranjero; tan plagadas de estructuras como precarias de solidaridad; tan con apodo y tan sin título; tan central y descabalgadamente presididas por un conde; tan poco discípulas porque sólo se estudian a sí mismas; tan monumentales y —al mismo tiempo— lecorbusieras; tan tradicionalistas más que tradicionales; tan irracionalmente de derechas como inútilmente de izquierdas; tan poseedoras de la verdad absoluta; tan centralistas y tan poco centradas; tan faltas de algún crítico y recelosas de un renovador; tan iluministas, tan inquisitoriales...

 

La magnífica, triste, y demediada, catedral de Valladolid

que no tienen más que media catedral.