viernes, 31 de agosto de 2012

CON LA PRESENCIA ESTELAR DE... (Por riguroso orden de aparición)

NIETO, José María


La luz del mundo


Lo mejor de oir la radio a escondidas, con el pesado radiocaset metálico oculto bajo las sábanas, era la diminuta luz verde que indicaba si estaba bien sintonizada la emisora. No recuerdo si yo tenía ocho, diez o doce años, ni qué programas me gustaba escuchar de madrugada robándole horas al sueño.

Pero recuerdo contemplar extasiado esa luz fría, a escasos centímetros de mi cara; estudiaba el reducido alcance de su resplandor o jugaba a entornar y guiñar los ojos, con lo que el diminuto piloto se convertía en un lejanísimo faro perdido en un océano tenebroso o en la señal de una nave espacial solitaria, cruzando el espacio vacío en un cielo sin estrellas.

Ahora que soy un señor de mediana edad a veces me despierto en mitad de la noche y hago una expedición hasta el frigorífico para beber un trago de agua fresca. Por el camino encuentro infinidad de luces, y es que ahora las casas están llenas de aparatos con sus correspondientes pilotos de colores: el módem de internet tiene cuatro luces verdes y una anaranjada; la impresora, una amarilla (le falta papel) y el monitor del ordenador una roja. Los reproductores de vídeo que se acumulan bajo la tele brillan con un hermoso resplandor azul, parecido al del cepillo de dientes eléctrico, que ilumina de forma intermitente todo el pasillo. El mismo frigorífico me recibe con sus dos ojos verdes vigilantes sobre la puerta, así que mientras bebo agua le miro y me pregunto cuánto me habría dado de sí toda esta tecnología si la hubiese podido disfrutar cuando era niño.

Posiblemente el frigorífico me habría dado su opinión.


jueves, 30 de agosto de 2012


BENSO, Mario

Versiones

Una de las experiencias más estimulantes de mi actividad como pinchadiscos aficionado (aficionado a pinchar discos) es el de rastrear la selva interminable de canciones a la búsqueda de buenas versiones. Versiones de clásicos y favoritos que todo el mundo conoce muy bien y que forman parte de la memoria musical de la vida de las personas. Tanto divertimento extraigo de este menester, que más de una vez me han reprochado, aunque siempre de buen talante, que en mis sesiones casi nunca suena el original de una canción, sino una de sus versiones.

         En realidad, la circunstancia tiene fácil explicación: yo provengo de la cultura del jazz, donde lo importante no es tanto el original como ser original, no lo que toques, sino cómo lo toques. No importa quién grabó por vez primera un clásico del jazz, en muchos casos ni siquiera se recuerda. Lo decisivo es quién lo convirtió en algo suyo, quién se hizo dueño de un tema. Body And Soul, por ejemplo, pertenece por derecho propio a Coleman Hawkins, que ni la escribió ni fue el primero en tocarla, pero que en 1939 firmó una versión tan esplendorosa que, simplemente, hoy es difícil incorporarla a un repertorio sin tenerla en la mente.


HAWKINS, Coleman. Imprescindible
                                                          

                                                        
Algo parecido pasó con Round About Midnight, compuesta por Thelonious Monk pero de la que se "apropiaron” Miles Davis y John Coltrane a mediados de los 50. Y así podría mencionar docenas de casos.

         En el mundo del pop/rock, sin embargo, el original suele tener consideración de canon insuperable. Pueden existir doscientas versiones de Hey Jude, pero ninguna superará en aprecio popular al original de los Beatles. Lo mismo sucede con canciones icónicas como American Pie, Have You Ever Seen The Rain o Dock Of The Bay, por mencionar unas cuantas. De hecho, no pocas veces se identifica versión con falta de creatividad. Cuando un músico o un grupo editan uno de esos cover albums (cover=versión, en inglés), suelé acusársele de intentar ocultar un atasco creativo. Aunque a veces no deje de haber algo de verdad en ello, no estoy de acuerdo en ese tipo de afirmaciones: una versión puede ser tan interesante como un original si cumple un requisito que para mí es fundamental: aportarle algo diferente e, incluso, llegar a reinvertarlo. Nunca me han interesado las lecturas literales, fieles al modelo, así como esos grupos clónicos cuyo objetivo es sonar lo más idéntico posible al original. La imitación en el Arte, como escribía con acierto Stevenson, es muy útil en las fases de aprendizaje como vía para descubrir logros de los grandes maestros, pero cuando se convierte en un fin en sí mismo a mí me deja frío.

         Un buen ejemplo de cómo se puede tomar un tema ajeno, darle la vuelta y llevarlo a tu terreno es lo que gentes como Otis Redding, Aretha Franklin o Ray Charles hicieron en los años 60 con clásicos de Beatles, Stones o del country. En sus manos (en sus voces), las melodías originales se retuercen como muñecos de goma, y durante unos intensos minutos dejan de pertenecer a sus propietarios para habitar un planeta diferente. Basta con escuchar el Satisfaction de Otis y el de los Stones para entender todo esto. De alguna manera, una buena versión es como una especie de acto de insumisión hacia algo que amamos, pero que nos negamos a venerar como se venera a una estatua. Y os haré confidentes de algo que tal vez no sospechábais: en realidad, a la gente le encantan…

         Aprovecharé de paso para contestar a una pregunta que el ínclito Hoyas me espeta casi en todas mis sesiones: “Pero, ¿cuándo me vas a poner a la Paquera de Jerez?”. Pues muy sencillo, hombre: cuando encuentre una versión decente de alguna de sus canciones…

MÉNDEZ JEREZ, Francisca. Lo cual que La Paquera


 

jueves, 16 de agosto de 2012

POR CARCELERAS

El rapto del tirano

Pocos segundos después de que John Wilkes Booth asesinara a Abraham Lincoln, una tarde noctámbula del 14 de abril de 1865, tras pegarle un tiro en la cabeza con una Philadelphia Deringer, gritó a la absurda y empirigotada concurrencia del Teatro Ford de Washington D.C.: Sic semper tyrannis. Lo cual que, en versión libre, aunque engorrosa, viene a significar: «Esto es lo que hay que hacer, siempre, con los hijos de puta de los tiranos. Que se jodan. Lo que no entiendo es por qué no lo hicimos antes de que los confederados nos rindiéramos en Appomatox».

WILKES BOOTH, John

Pero pocas personas entienden, más o menos bien, cómo mueren los tiranos. Porque los tiranos se deben, habitualmente, a sus probables asesinos, como César, que hasta le pedía explicaciones cariñosas a Bruto: Tu quoque fili mi. Que en traducción del siglo I a.C., es casi seguro que resulte, más o menos: «Pero coño, cacho cabrón, que soy tu padre. Vale, adoptivo, pero hay que joderse. Por cierto, dejaste ayer tu habitación como una cochiquera. Anda, deja de matar gente y arréglala un poco que, si no, tu madre se va a poner…».

Otros tiranos, en cambio, se deben a sus ejecutores, que son también asesinos, pero a lo bestia. Aunque tengan sus razones. Por un poner, Gadafi. Porque una cosa es que te maten y otra que te expongan a la vesanía del pueblo llano. Que sí, al que habías, últimamente, masacrado. Vale. Pero tampoco es que te descoyunten el cadáver mortuorio al trántrán, Y que lo filmen. Porque a César, al menos, lo dejaron cubrirse la cara con la toga. Y Bruto, Casio y Casca, en ésas, no le grababan con el móvil en la Curia del Teatro de Pompeya.
Claro que llega otro tipo de tirannys. Verbigracia, Bashar al Assad. A día de hoy, no tengo la puta idea de cómo morirá. Pero de lo que estoy seguro es que, con toda la pasta que tiene en Rusia, lo suyo es que hubiera dispuesto su traslado a alguna dacha de por aquellos mares caspios. Pero, estoy dispuesto a apostar (jueguen señores) que no le deja la familia, sus generales, sus sátrapas, sus convolutos, sus países amigos y enemigos, incluso el Mossad y, por supuesto, Allahu Akbar (الله أكبر).

El problema de los tiranos es que, por la mayor parte de las veces, están raptados. Por su destino. Por ese destino que, quienes los rodean, no están dispuestos a asumir. Al final, pues, los tiranos mueren solos. Pero obligados por esa cercanía, casi mayoritaria, de los allegados. Y acaso, con todas estas mamandurrias familiares y nepotistas, hasta liberados. Sobre todo si, como a papas, dictadores, Francos y Videlas, Cháveces o Castros, la familia se empeña en que no te mueras.

Y, a veces, intubado, arrítmico, con ropón... hasta consigues morirte solo en alguna cama. Tan liberado, tan culpable, tan ansioso, tan bestia... Tan campante.

miércoles, 15 de agosto de 2012

MIRE HOYAS


Microconversaciones con don Ramón del Valle-Inclán



Don Ramón y su escudero paseando por Recoletos. Madrid. 23 de mayo de 1920


Don Ramón tenía un brazo escéptico y burlón que nunca lo dejaba en paz. Mire Hoyas, aceptamos como verdadero lo que nos aseguran que es verdadero. Pero mi brazo me advierte de que no es así. De modo que hemos decidido emigrar al infierno.
Allí todo es absolutamente cierto.

ALWAYS LOOK ON THE BRIGHT SIDE OF DEATH...

Historias sonámbulas

'Y dicen que los osos somos feroces'


Podría haberlo destrozado de un simple y rutinario zarpazo. Pero en la soledad enorme de la tundra aquel hombre estaba solo. Desamparado. Indefenso. Y tenía miedo.
Qué quieres, no fui capaz.


CON LA APARICIÓN ESTELAR DE... (Por orden de aparición...)



BENSO, Mario


Continuidad en los bares

«Bares, qué lugares tan gratos para conversar; no hay como el calor del amor en un bar». (Gabinete Caligari).
Se llamaba Waikiki y han querido los caprichos de mi memoria que se trate del primer bar donde recuerdo haber tomado una cerveza. O al menos eso creo. Estaba –tal vez esté aún– en Santa Cruz de Tenerife, y yo aún apenas tenía acné.



A pesar de los muchos cambios que ha experimentado este país nuestro, de las mordeduras alevosas de la crisis y del empeño indisimulado de los poderes públicos por convertir nuestras ciudades en museos del silencio, a los españoles nos sigue gustando por encima de todo charlar con los amigos en los bares. Acudimos a ellos para cumplir un ritual reconfortante: relajar las mentes y, al amparo de un vaso de vino o una cerveza, soltar lastre de los otros rituales, los obligados por el combate diario por la supervivencia. A ellos acudimos cuando la tristeza nos araña el alma y también cuando cuando queremos compartir nuestros impagables ratitos de felicidad. Hay bares por todas partes: en minúsculas aldeas y gigantescas urbes, en cementerios, hospitales, campos de fútbol, prostíbulos y serias dependencias administrativas: se diría que su presencia es imprescindible para que todo funcione, para que cualquier cosa sea cualquier cosa.
En los bares hay barras, lo cual no es baladí porque un bar sin barra no es un bar, es otra cosa. Y al otro lado de la barra habita el camarero, una mezcla entre confesor, psicólogo y agente de información. Conoce además de las labores propias de su condición las que se derivan del trato cotidiano con su clientela: a él se acude a menudo como confidente de secretos inconfesables que nos morimos por contar, como consejero y amigo. Hay camareros amigables y siempre dispuestos al palique, otros de expresión austera y poco dados a la conversación, discretos y exhibicionistas, acelerados y flemáticos… Los hay también con los que uno no habla nunca durante años, pero a los que un día ves por la calle y saludas, como desconcertado por encontrártelos en un contexto extraño por inhabitual.

En realidad, el motivo que nos impulsa a atravesar el umbral de un bar no suele ser la sed. A los bares vamos a rodearnos de gente, a sentirnos cerca los unos de los otros, a conversar y a escucharnos. Son templos de la sociablidad, del placer de encontrarse. Bebemos sin sed, sedientos de contacto. En la intimidad de sus esquinas, en el murmullo ininteligible de sus parroquianos (muy adecuadamente conocido como barullo) hallamos refugio a nuestro deseo de huir de la soledad. Sin los bares estaríamos condenados a limitarnos al hábito de las reuniones en casa, las fiestas tipo cocún u otros inventos a los que, personalmente, soy poco dado. A mí me gusta recorrer calles y callejuelas hasta encontrar la luz amiga de uno de esos bares donde las horas, como dicen los anglohablantes, se convierten en pequeñitas, donde televisores encendidos sin voz soportan resignados que nadie los mire o músicas de mil y una condición ponen banda sonora a charlas interminables: en los bares se arregla el mundo al tiempo que se golpea con el vaso en la barra, y punto.

Bares hay de diseño y hechura clásica, sobrios y floridos, elegantes y esperpénticos, bullangueros y melancólicos, oscuros y bien iluminados como reclamaba Hemingway, minúsculos y grandes como salas de recreo. Hay bares de los que no se sale nunca y a los que sería mejor no entrar jamás. Hay bares con nombres glamurosos como Casa Pepe y otros que han cedido a la tentación snob de bautizarse con expresiones extranjerizantes, bares que invitan a la tertulia y otros perfectos para hacer una pausa breve…


Pero todos los bares son un poco uno solo: el hogar del que salimos para regresar a casa, esquivando sombras en las ciudades dormidas. Lugares donde se ama y se odia, donde se viven amistades eternas de una hora, donde se retuercen las historias como los minutos.

lunes, 6 de agosto de 2012

PERSONAJES PRESCINDIBLES / IMPRESCINDIBLES

PRESCINDIBLES


VON BISMARCK, Gunilla

«Los españoles tienen que gastar menos, no tantas fiestas, y trabajar más».

Resulta evidente que tan sólo le faltó añadir: ‘Como yo’. Pero algo de razón tenía, que todo el mundo sabe que está propuesta para ‘La Medalla de Oro del Trabajo’. Tiécojó.









IMPRESCINDIBLES





VILANOVA, Tito


«El castigo más grande que tendremos los dos serán estas imágenes, que durante muchos años las verá la gente». (Tito Vilanova sobre su amnistía y la de Mourinho por aquel infausto rifirrafe futbolístico: Que si «te meto un dedo en el ojo», que si «te atizo una colleja»...).

Tu verdad, no. La verdad. La verdad es lo que es, y sigue siendo verdad aunque se piense al revés. Un tal Machado. Decojó.