lunes, 17 de diciembre de 2012

CON LA PRESENCIA ACADÉMICA DEL DOCTOR MR. MARIO BENSO (Especialista en Análisis Prescindible)

Conguitos, Maltesers y Lacasitos: Postulados teóricos.

 

A la hora de afrontar el estudio de los distintos posicionamientos doctrinales en torno a la afamada cuestión que nos ocupa, resulta obligado aludir en primer lugar a los estudios del profesor A. Margolis, de la Universidad de Syracuse, que en su obra pionera Principios estructurales del Malteser (Gibbons&Cash, Syracuse University, 1958, traducida al castellano por R. Mosquera en 1961), sentó las bases de la superioridad ontológica de este producto. Para Margolis, tal status se derivaría de sus vínculos literarios, y en concreto de su aparición en las novelas de Graham Greene: “Reconocido hasta en las augustas páginas del gran narrador de nuestros tiempos, el Malteser se encarama en todo lo alto del templo de las deidades más dulces, crujientes y cremosas de la Historia” (Principios, p.67 y ss). Célebre fue también su conocida encuesta entre los habitantes de Armadillo (Texas): 8 de cada diez manifestaron su preferencia por la citada golosina. Por desgracia, las innovadoras ideas de Margolis, en abierta contradicción con una parte sustancial de la comunidad científica internacional, se vieron en entredicho al publicarse los vínculos afectivos entre el profesor y la cúpula directiva de Maltesers, Inc., así como al desubrirse que los encuestados de Armadillo habían sido sobornados con Conguitos para expresar su preferencia por los Maltesers.

 

Hubo que esperar a una de las cumbres del pensamiento aplicado a nuestro tema para situar correctamente el debate de ideas: “Síntesis epistemiológica del Lacasismo contemporáneo”, la famosa conferencia pronunciada por el Doctor Uriarte Calderas en 1967 ante el Congreso Internacional de Chuches de Bolonia. Para Uriarte, el principal argumento para defender el liderazgo moral del Lacasito estriba en su irresistible variedad cromática: “Imposible evitar una profunda conmoción del espíritu ante el espectáculo único y emocionante del colorido del Lacasito, desde la coraza áurea a la bermellona, del azul del océano infinito al marron oscuro de los espacios siderales”. Por desgracia, el brillante entramado teórico de Uriarte y sus seguidores se vió perjudicado por la desunión en sus filas, expresada en la irreconciliable polémica entre defensores del chupado lento y del masticado rápido del Lacasito. Sumida en interminábles discusiones al respecto, esta línea de pensamiento parece ir perdiendo adeptos.

La última gran aportación doctrinal sobre el asunto se resume en la comunicación del profesor Higuera Cotorruelo de 1981 “Generativismo y dinámica funcional del Conguito”, realizada para la Universidad de Salamanca. La fuerza de este aporte teórico radica en su originalidad de base: la desconcertante similitud entre el conguito y las alubias de Tolosa,



verificada con una encuesta que demostró que, de hecho, la mayoría de los tolosarras confundieron a simple vista un guiso elaborado con alubia a otro con conguito. Para apuntalar intelectualmente su argumento, Higuera aportó un experimento más: mientras el cacahuete desnudo permanece casi siempre sin tocar en la mayoría de las cafeterías, revestido con el manto chocolateado del Conguito desaparece a los pocos minutos.

Tiene el lector la última palabra. Deseo que este breve apunte doctrinal ilumine en lo posible un debate tan apasionante. Slurp, crunch, ñam, chup chup...

martes, 27 de noviembre de 2012

MIRE HOYAS

Microconversaciones con don Ramón del Valle-Inclán

«Hoyas, escriba una novela»: me decía don Ramón. «No sé, maestro». Pero se ponía tan estupendo que, finalmente, me esmeré y aquel agosto la escribí.

Claro, que me salió Tiempo de silencio. Mire Hoyas, una cosa es escribir una novela, coñes, y otra plagiársela a Martín Santos.


viernes, 23 de noviembre de 2012

RELATOS INVISIBLES

El anecdótico crimen de la Jesusa
  
      
Veinte años.
       Veinte años y un día —aunque el día casi era lo de menos— le cayeron al Mataputas.
       Por lo de la Jesusa.

       Matar a una puta, en estos tiempos que corren, no es cosa que parezca tan horripilante y descomunal. Que, al fin y al cabo, las putas son carne de cañón y desbarajuste. O eso dicen las buenas gentes.
       Enseguida se sospechó, tras el estropicio, del Mataputas (que, mira que la gente es rencorosa, se quedó así el hombre para los restos).
       Estaba cantado. Ocho años beneficiándose a la Jesusa todos los sábados, a las cinco en punto de la tarde, ora a tocateja, ora de fiado, son como para despertar recelos y desconfianzas. La Jesusa, en una dudosa paradoja, apareció tan sanguinolenta como paliducha. Lo cual que muy muerta. Del todo. Debió ser cosa de las dieciséis puñaladas. Y es que ya se sabe: a más amor más puñaladas. No falla.
       Las putas se mueren jóvenes porque se conoce que, si envejecen, las suelen asesinar. Y no es plan. Además, las putas llega un momento en que no están para nada, y lo mejor es que las maten para que no sufran. Porque las putas sufren —dónde va a dar— que al contrario que en el Ejército regular, que asciendes con los años y las guerras, en el de las putas, con la edad y las constantes escaramuzas bélicas lo que hacen es irte apañando a la que te quitan los galones. Y transmigras del Eros Club al bar Sevilla y del bar Sevilla a la Carretera de Circunvalación y de la carretera de Circunvalación al Hospital Clínico y del Hospital Clínico a los Cielos Eternos de las Putas, donde no tienen que follar ni nada, ni chupársela a nadie. Basta con que reces con fervor el rosario a cada atardecida.

       Pero estábamos en lo de la Jesusa.
       Y en lo del Mataputas.


      
 
La Jesusa apareció un sábado, poco después de las cinco en punto de la tarde, en su cama del pisito de la corrala donde sobremoría, toda desbragada, como, por otro lado, le corresponde a una señora puta. Estaba —ya se ha dicho— desangrada y, por ello, con una palidez casi virginal que ponía una mínima, extraña e irreconocible hermosura donde nunca la hubiera habido. La encontraron enseguida, mayormente porque a cada puñalada (éste es un supuesto, pero bastante acreditable) pegaba ella unos chillidos tan marraneros que los vecinos —estábamos a mediados de enero— casi se despistan de matanza. Pero no.
       La primera en entrar en la habitación fue doña Luzdivina y, al tiempo que desviaba, horrorizada, la mirada de la pobre Jesusa (la sangre siempre es muy aprensiva), atinó a ver un culo huidizo en la ventana. Ese culo es de un mataputas. Pensó.
       Lo del culo, aparte de la mera anécdota, tampoco es que fuera determinante en el juicio, que ni tuvo que enseñárselo a doña Luzdivina —por la cosa de la rueda de reconocimiento— ni nada. Pesó más que anduviera tres días huido por alcores y roquedas. Finalmente, lo encontró la Guardia Civil en las ruinas de un convento cisterciense donde se había refugiado al tantarantán, culpable y penitencial.
       — Me doy, —dijo, a la que los del tricornio aprestaron los naranjeros. 
       En cambio, durante la vista, y a pesar de que lo pusieron pingando, el Mataputas (que, hay que joderse, al final lo llamaba así hasta «El Norte de Castilla») no pronunció una sola palabra. A cada pregunta se limitaba a ese encogerse de hombros que suele significar: ¡velay!

       Aquí, en la cárcel, todos me llaman Fidel, sin más.
       Por cierto, la maté porque aquel sábado, a las cinco en punto de la tarde, la encontré encamada con otro.
       Y era mi hora.      
      
       Y hasta una puta tiene que cuidar las formas, cojones. 

      

domingo, 18 de noviembre de 2012

RELATOS INVISIBLES

Frío

Veintinueve años habría hecho por San Quirce, los del pequeño, que no te acordabas de mí, Aniceto. De mis geranios. Siempre enredado con una tierra que nunca nos dio para nada. Ahora que llevas tres días pensativo, callado, te lo puedo decir: te quería de verdad. Me casaste de negro. No era culpa tuya. Me enterraste de negro. No era tuya la culpa. Sino de los inviernos. Pero estuvimos juntos, que estar ya es.

Recuerdo, como si fuera ayer, la primera vez que me dijiste que te gustabas de mí. Todo colorado. Yo, en cambio, no me azaré, llevaba tanto tiempo esperándote. Mis amigas me rezongaban que te gustaba la Eulogia —al fin y al cabo su padre tenía tierras—, pero yo no las hacía caso, sólo había que ver cómo me mirabas. Claro que habría que haberse fijado en cómo te miraba yo.

Tocaban El gato montés. Me pediste baile. Mi madre, la pobre, asintió con la cabeza, que era como dar permiso para que me cortejaras, que en el pueblo echar un baile era casi como una petición de mano. Luego, pues a cuchichear con las comadres, sentadas al fondo del Salón. Estaba tan oronda y orgullosa —no me fuera a quedar para vestir santos— que casi le explotaba el refajo. Me acuerdo como si fuera ayer. Tocaban El gato montés.

Tres años me acompañaste. Día a día. Íbamos por la linde hasta la chopera, justo al lado del regato del Cojonines. Nunca nos dejaron sólos, y yo me preguntaba cómo sabrían tus besos. Bueno, los besos. Nos casamos, ya sabes, de negro. Cómo lloré, Señor. Vinieron los niños y nos los fueron matando los inviernos, menos al pequeño. Tú te empeñabas en llamarle «el pequeño», pero fue el único que nos vivió. A todos los ponías Aniceto, según se nos morían y nos nacía otro. Yo los paría y los airones se encargaban de llevárselos enredados y fríos. Pero nunca te vi llorar, que para eso ya estaba yo. Tú tan sólo me ponías la mano en la cabeza y decías: mujer... Luego, enmudecías para poder acompasar tus penas y mis penas. Siempre has sido un hombre al que le lloraban el silencio. Y nunca te conocí una lágrima.

Veintinueve años hará por San Quirce y ahora andas pensando en mí: callado, pensativo, frío. Tres días. Me casaste de negro, pero no era culpa tuya. Cómo lloré, Señor. Yo a tí, en cambio, nunca te vi llorar... Pero bueno, que me estoy repitiendo como una tonta, y lo mismo te estoy chinchando... Ahora, ya solo espero que vengas conmigo aquí, a ninguna parte.

Aniceto: están tocando El gato montés.

Por las mañanas, temprano, siempre salgo a abrevar a los animales, ellos son, por supuesto, lo primero, que al fin y al cabo son quienes nos dan de comer. Normalmente hay que azuzarlos y apurarlos un poco, que pareciera que todavía estén medio dormidos; pero hay días que, no sé por qué, se me espantan y tengo que correr como una descosida y echar el bofe para alcanzarlos. A mis años. Lo mismo es que se ponen de acuerdo para reírse de mí. No me extrañaría. Los animales son muy suyos y, aunque la gente no lo crea, tienen su sentido, sus manías y, por qué no, hasta su retranca.

Generalmente paso, de camino al regato, por delante de la casa del pobre señor Aniceto. Ya no le queda nadie y se ha vuelto dejado. Se nota en todo, en los tiestos descascarillados y con una tierra muerta que pareciera de camposanto, sin aquellos geranios de hermosura que cuidaba como un potosí su mujer, la Pilar. Dónde acaban dando las cosas. Con los aperos pasa lo mismo, están herrumbrosos y acobardados, acomodados a su aire, en cualquier parte, sin orden ni concierto, como centinelas aburridos haciendo una guardia absurda que ya no le importa a nadie. Ya no te digo de los visillos, de los marcos de las ventanas, de las sillas de anea que se han quedado atrapadas para siempre junto a la puerta, donde una manta descolorida se deja llevar por el viento como sin fuerzas, como entristecida, como pidiendo un auxilio que no llega.

Y sobre todo el silencio. Porque, es curioso, de las casas suelen salir ruidos del cada día, una cacerola farfullando, una pelea que comenzó íntima y se hace viajera, arrastrar de zapatillas o cloquear de zuecos de madroño, el ayear del perro a quien se le pisa la siesta y el rabo. Pero de la casa del señor Aniceto hace ya mucho tiempo que tan sólo sale silencio. Un silencio frío que a mí me eriza el vello y la sonrisa.

Precisamente ayer pasé por allí. A veces me llego hasta la ventana por ver de saludarlo, incluso toqueteo varias veces en los cristales, y él se asoma y me contesta con un buen día, que está solo y triste, refunfuñón, pero sigue siendo buena gente y hace el esfuerzo de responder. Aunque ayer, no sé por qué, me dio repeluzno pegar la nariz al cristal. Me dio miedo, ya ves. Ni siquiera me acerqué , y pasé casi a la carrera, hasta mirando para otro lado por disimular un tanto. Yo no sé si me vería, pero de verme tuvo que extrañarse, aunque no creo que se enfadara por el desaire. No sé si hice mal. Vaya usted a saber.
Pero es que ayer el silencio salía más fuerte que nunca.

Hoy veré de acercarme.

Mayormente lo que siento es frío. Porque, la verdad, el silencio no me importa. Casi que hasta me arrulla. Y a la soledad uno se había acomodado hace ya muchos años. Desde que murió mi Pilar, aquel invierno de airones y destrozos. Claro, que también la postura me incomoda un tanto, más que nada por lo desacostumbrado. Tres días. Aunque, qué hacer, ya me iré amoldando.

El sol se porta bien, que recorre la habitación cada mañana de este a oeste, que es lo suyo, y va dejando un reguero limosín como un rayo de pelusillas y mínimas polvaredas que juguetean y me animan mucho.

Por cierto, ayer pasó junto a la ventana la Eneldina, pero ni saludó ni nada. De hecho, ni siquiera atisbó por los cristales. Sería de ver que se hubiera vuelto discreta con los años. Iba con los animales, a abrevarlos. Les chasqueaba la lengua por que se apuraran, como si tuviera prisa. Prisa. Si no tiene otra cosa que hacer en estos días. Se alejó al poco, balanceándose, azuzando la vara y sonando los zuecos en el empedrado. A la edad le suelen salir las viruelas de llamar la atención. No sé a quién, en este pueblo de ancianos aburridos de cataratas.

Se me ha dormido una pierna. Cada día me pasa con más frecuencia. Será de ir a Bembibre a que me mire el de cabecera. No es que sea para tanto, pero es una coña. Ahora entiendo a Pilar, cuando se quejaba, durante el embarazo del pequeño, de que no sentía una mano. Yo le chinchaba que era una quejique, pero ella estaba en lo suyo. Porque este notarse acorchado es un sinsón. Don Matías decía que era cosa de los tendones, que le aprisionaban no sé qué, que se le pasaría pronto. Aunque no le dio tiempo, pobre, que se me murió aquel invierno de airones y destrozos.

Estoy mirando el campo y da pena. Señor. Últimamente me he vuelto dejado, no estoy para nada. Me canso. Se me va la cabeza. Y hasta me empieza a gustar el desorden. Pero la tierra no tiene la culpa de que yo sea cada día más intercadente. Al año que viene habrá que arrendar.

Es curioso, son ya tres días sin dejar de pensar en Pilar. Y mira que han pasado años. Veintinueve hará por San Quirce. Los del pequeño. Aquel invierno de airones y destrozos. Cómo lloraba el día antes de la boda, porque no se podía casar de blanco. Pero de dónde sacábamos las perras para un traje de novia. Así que nos casamos los dos de negro. Y, a mí, aquello me dio mala espina. La echo de menos. En fin.

Ha entrado el sargento y se ha comido el resol de la ventana.
Ya iba siendo hora, que llevo aquí tres días.
Colgando.
Me bajan.

Fíjate, Pilar, ya no siento frío.

 

CON LA PRESENCIA SIDERAL DE... ¿Cómo se llama éste?


  CINE B
 


Lo que ahora se conoce como cine de serie B era antes, en mi adolescencia, simplemente cine. El cine que veíamos los sábados por la tarde en las sesiones juveniles del Real Cinema en Santa Cruz de Tenerife. Por unas pocas pesetas, docenas de arrapiezos atiborrados de maíz tostado, pipas y golosinas variadas nos apiñábamos en las butacas para dejarnos llevar por las aventuras del gran Maciste, Fantomas, Louis de Funes o cualquier héroe de plexiglás y decorado de cartón piedra.
Películas de bajísimo presupuesto interpretadas por actores y actrices desconocidos con la piel brillante y el pelo algo emplastado, como mandaban los cánones setenteros, y entre los que de vez en cuando se colaban grandes secundarios como Cameron Mitchell, un emperador romano mucho más creible que cualquier otro. Eran historias repletas de acción, intriga, monstruos legendarios, naves espaciales con botones luminosos y puertas que se abrían con sólo mirarlas, fumanchús y malvados de perilla y rostro afilado.
Se nutrían de efectos especiales de baratillo y bandas sonoras de recortar y pegar, pero a nosotros nos importaba un pepino: no veíamos la hora de salir corriendo para el cine y disponernos a devorar cualquier historia que nos contasen, por increíble que fuera. Encontrábamos en aquellas películas los mundos imaginarios que deseábamos visitar, las hazañas imposibles que nos gustaría protagonizar, los parajes misteriosos y lejanos a los que hubiéramos querido viajar. Aquellas pantallas gigantes del cine de antes eran como enormes agujeros negros hacia los que nos precipitábamos sin oponer resistencia, y que daban acceso a universos paralelos de placer. Cuando salíamos de nuevo a la luz del día, los comentarios no cesaban durante toda la semana. Hasta que llegaba un nuevo sábado, una nueva película en el Real Cinema, otra vez el maíz tostado y de nuevo la magia.
¿Cine B? Cine. Historias. Emoción.
 
 

 

miércoles, 7 de noviembre de 2012

ALWAYS LOOK ON THE BRIGHT SIDE OF DEATH...

Testamento ológrafo


Sir Edmond Winchester Goose —acaso remedando a Franz Kafka— escribió poco antes de expirar: «Todo lo que se encuentre de mis escritos, cuando yo muera, debe ser quemado de forma inmediata. Sin ser leído».

 

John Stardust, su albacea, cumplió el encargo sin duda alguna. Sin el más mínimo remordimiento. Ni se le ocurrió leerlos. Tenía mucho talento.

CON LA PRESENCIA INTERESTELAR DE... (POR RIGUROSO ORDEN DE DESAPARICIÓN)


NIETO, José María





La luz del mundo (Two)

Las dos y la pared de la cocina permanece iluminada por las ventanas de vecinos trasnochadores. Las sombras de las plantas se recortan en los azulejos, y contemplándolas pienso que no existe brillo más cálido que el del patio de luces durante la noche. El primero, el tercero y el cuarto duermen; el segundo izquierda y el quinto derecha velan. Cada resplandor es un misterio; cada lámpara, una historia. ¿Habrá tras esa ventana alguien solo o acompañado? ¿Será un joven estudiante o un jubilado al que cuesta conciliar el sueño? Cuánto calor y cuánta vida en la palidez amarillenta que alumbra el viejo y feo patio con sus cables, sus desconchones, sus bajantes desnudos y sus tendales mal vestidos.




Cuánto amor y dolor y esperanza y soledad tras esa luz mortecina. No me vengáis con las estrellas, ni me habléis del sol ni de la luna de los cojones. No hay ningún corazón latiendo allí. El centro luminoso del universo es un patio de vecindad.

jueves, 18 de octubre de 2012

FAUNAS


La corbata figurativa

Toda ciudad que se precie debe tener sus propias corbatas, porque las corbatas son el susurro o el aullido de la identidad de un pueblo. Las ciudades con futuro y colorido escogen corbatas agresivas y resultonas: Kandinsky o Paul Klee.


En cambio, a las ciudades con demasiados pasados la corbata siempre se la elige —clásica y regularizada— su mujer. Y es que la corbata puede ser muchas cosas. A saber: nudo corredizo de elegancias y presunciones; disfraz de outsiders que no tienen dónde caerse, ni vivos ni muertos; status frontal y adosado de abogado de provincias; machismo anudado y paternalista de un impostor.

Las corbatas son figurativas. La corbatas, incluso, son corporativas. Las corbatas se las solemos alquilar los figurantes a la pequeña vorágine del día a día y el a «sus órdenes señor director general». Aunque también tenemos corbatas con siglas para regalo de políticos y postulantes. Corbatas marrones y tristes de parado e ir a buscar trabajo. Corbatas maternales-azul-marino que, como los amores más íntimos, van con casi todo. Corbatas Pilarín. Corbatas geometría coloreada y pendular. Corbatas de túmulo y funeral.

Hay corbatas que siempre se nos quedan cortas y bonachonas, ladeadas y bífidas: sudorosas. Corbatas impecables como una coraza antigua y blasonada. Corbatas tuttifruti y frenesí.


 
 
 
La corbata define al hombre mucho más que su discurso y sus opiniones, es la bola de cristal de la verdadera personalidad. La corbata es un símbolo, una decisión inapelable e íntima, un rompecabezas apenas resuelto, la banderola exigente y caracterizadora del yo.
 
Corbatas amarillas para domingo y resol. Corbatas con mensaje. Corbatas Miró, que van enrollando azules, amarillos y rojos. Corbatas sonrientes. Corbatas cómicas. Corbatas serviles. Corbatas individualistas. Corbatas aristócratas de presunto glamour. Corbatas con polilla. Corbatas sin corbata. Corbatas escuchimizadas. Corbatas nudo gordiano, o todo lo contrario, cerbatana. Corbatas tapamancha. Corbatas perpetuas. Corbatas amistosas. Lo cual que: corbatas.
 
En la ciudad, la corbata suele ser semantema de oficinista bancario que la sustituye el sábado por cremallera-adidas. O, acaso, pasaporte de joven agricultor desembarcando en la capital el findesemana. También, lábaro tradicionalista para acudir el día domingo a misas, abecés y gambas con gabardina. Las corbatas encubren muchas carencias con sus coloridos y muchas mentiras con sus revoloteos. Muchas corbatas tienen, ya desde el estreno, una arruga puesta, como una premonición.
 
La corbata tendría que ser florentina y afilada, pero suele quedarse en un adorno matemático que siempre nos tiende a cero. La corbata: el dogal de la más horrible servidumbre. Un invento croata de afrancesados enciclopedistas y hugonotes. Las corbatas deberían tan sólo servir para ahorcar a los malos poetas. Pero, en el fondo, son como una  banderita de la Cruz Roja.
 
Un adminículo con la que nunca liga —se ponga como se ponga— el pretendiente sumiso y rendido de las «Chicas de Kiraz».
 
 
 
 

sábado, 13 de octubre de 2012

CON LA PRESENCIA ESTELAR DE... (Por riguroso orden de desaparición)



BENSO, Mario

Las tribulaciones del repórter Eutimio
 
Eutimio Mateos, cincuentón y algo descabalgado, disponía las esquelas en las páginas de obituario de la Crónica de Villamediana, prestigiosa cabecera de la España profunda.

Y en este menester se hallaba la tarde de un viernes de agosto. Como resultaba habitual en los meses veraniegos, la redacción del periódico mantenía una actividad más reducida que otra cosa. Cuando, de repente, hizo aparición el redactor jefe:

— ¡Ya es lo que me faltaba! ¡Mateos, pase un momento a mi despacho!

Eutimio dejó con parsimonia sus anteojos de cerca sobre la mesa de trabajo y se dirigió al despacho del redactor jefe:

— Usted dirá, don César.

 — Pase, no se quede ahí.

 Obedeció Mateos.

 — A ver, si no recuerdo mal, un tío suyo fue novillero.

 — Sí. Hace tiempo de eso.

— El tiempo no importa. La cuestión es que nuestro crítico taurino está jodido. Y esta tarde es la corrida de Ferias, y necesito a alguien que cubra la información. Así que, Mateos, deprisita, que son las cuatro y media y la corrida es las seis.
 

 
— ¿Yo, don César? Pero sí no he estado en mi vida en los toros.

 — Mire, aquí tengo un librito de términos taurinos que le vendrá bien. Meta en la crónica unos cuantos y ya está. No es tan complicado.

 (He aquí la crónica que Eutimio entregó, una vez finalizada la corrida, y que por su interés periodístico nos hemos decidido a reproducir íntegramente):

«Acompañó el tiempo la celebración del festejo, registrándose un lleno total en el coso prefabricado. Los diestros y sus cuádrigas fueron recibidos a porta gayola por el público, saludando ceremoniosamente al sobrero y al respetable desde el tercio de banderillas.          

El primer toro correspondió al Niño de la Paquera. Un ejemplar voluminoso, grana y oro, que alguien a nuestro lado definió como astifino, pero que en nuestra opinión lucía vulgar y escaso de finura. El matador lo recibió con un hermoso bajonazo, coreado con olés por parte del respetable. Tras varios pases —más bien retóricos—, sonó la corneta del alguacilillo indicando cambio de tercio. Recorrió el tendido un maletilla a caballo cuya lanza (ésta sí que, decididamente, astifina) se incrustó en el lomo del toro, produciéndole desgarros y haciéndole soltar unos terribles rugidos, recibidos con indiferencia por el público. A continuación, una vez que el noble bruto doblara las patas delanteras en dos ocasiones, y diera evidentes signos de derrota física, un monosabio se aprestó a ponerle unas manoletinas, con tal prudencia y amedrentamiento que casi le faltó enviárselas a modo de jabalina olímpica. El público afeó el gesto, y la corneta volvió a indicar: cambio de tercio.
Dirigióse el de la Paquera por la espada de matar y, citando con el trapote de lejos al animal le dió incontables pases al natural, que el público recibió con harta algarabía. Como el morlaco, Jaramillo, (580 kilos en canal), apenas tenía fuerzas para embestir, el diestro lo atrajo al sobaquillo. Un par de galleos por manoletinas y, a poco, le mandó al otro barrio con una larga más o menos cambiada. El público, visiblemente satisfecho, pidió que se le concedieran las dos orejas, pero el marrajo, tras dudar un instante y consultar con su señora, optó por conceder sólo un apéndice y (probablemente con la intención de no dejar medio sordo al torero) determinó que se lo arrancasen al animal, que acabó retirándose al vestuario arrastrado por una montera de caballos. Saludó el de la Paquera desde el centro del campo. Y siguióse el festejo…».

No pudo leer más don César. Un síncope furibundo le agarrotó el pecho, y a las pocas horas ya se hallaba Mateos componiendo su esquela y procedente obituario, que, puntualmente, apareció en la edición del periódico del día siguiente.

miércoles, 3 de octubre de 2012

FAUNAS


Terrazas de verano

Digan lo que digan los historiadores que de este tema tratan, la terraza de verano es un invento notabilísimo. La terraza es el único asentamiento lógico para una increíble y miscelánea fauna de animales, toda vez que los parques ya los han usufructuado los drogatas y los niños con vozarrón. Y en las solanas jubiladas no hay especie que aguante con los calores agosteños.

La terraza es la plaza portátil del verano, un reiterado zoo al aire libre con los más variopintos animales en libertad. La terraza se caracteriza por tener una extensión siempre mayor a la pactada con el Ayuntamiento, una coloración muy definida, y estar celosamente vigilada por diversos exploradores, sin salacot, pero armados hasta los dientes con relucientes bandejas.



En la terraza de verano uno de los animales más entrevistos es la «bañista». Suele caracterizarse por un color tirando a negro chotuno, remarcado por unas líneas blanquecinas sobre los hombros. Aparecen en pequeñas bandadas parlanchinas que producen un sonido cuya onomatopeya sería «sí-móna-estupéNNNdo». Éste es un especimen sin mayores problemas de reproducción ni extinción, y sus hábitos suelen limitarse al espráit, el sévenáp, y el nestí, y acaso algún tropicána de añadidura. Es decir, cualquier marranada que no engorde.

Otro animal muy típico de las terrazas es el «rodríguez».

Ésta es un ave migratoria cuya vida media antes duraba un mes, y ahora, con lo de la crisis, una semana a lo sumo. En cualquier caso, en cuanto unas emigran, otras de la misma familia ocupan inmediatamente sus cazaderos. El «rodríguez» es de color blancolechoso, sobre todo por la parte de los calcetines, que en esta época le desaparecen por completo, y su principal hábito consiste en la contemplación de la especie anterior: la «bañista». Posee, además la rara cualidad de permanecer constantemente en celo, lo que se advierte por el enorme tamaño de sus ojos y sus belfos babeantes. Su grito habitual es «jóquétía», rugido que pasado el verano suele mudar por un más dulce y quejumbroso «sícaríño».

También es habitual en las terrazas el «avecensora», que caza en bandadas con permanente y suelen ser más gordas y viejas que las especies anteriores.


Se alimentan de caféconléchefríaisacarína o descafeinádodemáquinaconyélo, y así sucesivamente. Su ocupación habitual es la vigilancia de las anteriores especies mencionadas cuando intentan aparearse al grito de «fíjatequédesvergüénza». Son las primeras que llegan a la reserva y las últimas que la abandonan.

Por supuesto hay otras muchas más aves en estas doñanas de verano que, por evidentes razones de espacio, no se van a mencionar. Qué le vamos a hacer. Especies tan interesantes como el «estátequiéto», el «quéstásmirándo», el «debuénatínta»... que deberán quedar en un doloroso olvido. En cualquier caso, tomen los prismáticos y observen. Que no voy a hacer yo solo todo el estudio, coñes.  
     

jueves, 27 de septiembre de 2012

ALWAYS LOOK ON THE BRIGHT SIDE OF DEATH...

Accidente en la N-VI


La emisora de radio del vehículo siniestrado se escuchaba, curiosamente, con absoluta nitidez:

«En la Nacional-VI, a la altura del kilómetro 213, un automóvil ha chocado contra un árbol, tras derrapar en una zona de obras recientes. El coche ha quedado destrozado y el conductor ha fallecido. Los bomberos trabajan en estos momentos para excarcelar el cuerpo entre un amasijo de hierros».
 
 
 
No sé por qué, pero algo me decía que no tenía yo que haber robado este coche. Pero me dio el punto.
Hay que joderse.

FAUNAS

Políticos y verbos


Los políticos, como los verbos, son casi todos conjugables. Personalmente, camaleónicos. Que se levantan activos y atardecen en la pasiva refleja y el impersonal. La mayoría son potenciales porque, en el fondo, andan en pelota picada de ideologías y argumentos, Pero, en conjunto, son básicamente deponentes, es decir, que parecen tener significación activa pero, a la larga, se acaban ellos siempre conjugando en pasiva.


Hay políticos reflexivos, a los que todo se les queda ensimismado en casa. En el partido. Pero también los hay recíprocos, que a la que te apoyan las mociones se las tienes que devolver nuevecitas y con porcentaje. Son sacamantecas de ida y muchas vueltas. También hay políticos transitivos, que todo se les va en el complemento directo, que viene a ser su señora, o un hermano desastre y bandarra, o incluso una amante de chaletito adosado, orgías y alquiler.

Los peores vienen a ser los pronominales, que sólo se conjugan en presencia de su abogado o de su pronombre personal. Y a la que vienen mal dadas se esfuman y, después, gloria. Éstos son muy peligrosos, porque te suelen dejar con el culo al aire y acabas teniendo siempre que conjugar en subjuntivo. Con lo dificilísimo que es eso.

Muchas veces los políticos son como los verbos ingleses, que sólo tienen tres tiempos y hay que echar mano de las preposiciones para los matices y esas cosas. Tenemos políticos impersonales, que no los conoce nadie y te tienen que asegurar que son políticos para que los votes. Hay también políticos complicados y perifrásticos, siempre preparados para perpetrar un nuevo giro lingüístico que deja patidifuso al personal que, como no lee mucho —para qué nos vamos a engañar— no se enteran de las cosas de enjundia y fundamento. Incluso hay políticos que se conjugan siempre en futuros, que no acaban de concretar, coñes. Éstos suelen tener problemas para pronunciar la «ese», que les sale silbante, sibilina y sinuosa. Son políticos de improbables futuros.

Algunos se conjugan en pasiva refleja, que a mí siempre me ha costado mucho distinguirla de la impersonal. Otros son como muy suyos y les va lo intransitivo, con lo que nunca les hacen falta complementos y, si acaso, complementos circunstanciales de modo, tiempo o lugar. También, no se crean, los hay defectivos, que siempre les faltan apoyos en su propio partido y claro, pues eso. Que se pelean mucho.



En cualquier caso, según las encuestas, la mayor parte de los políticos, a pesar de tener la sangre perdidita de gerundios, son semideponentes, o sea, que no los conoce nadie y se les vota a ojo, o casi peor, a tientas, entre abstenciones, que los pobres no tienen derecho ni a aspecto y ni a aktionsart. Políticos, digamos, irregulares, que uno nunca sabe por qué tiempo los tienes que conjugar.

De todos modos tampoco me haga usted mucho caso, que, la verdad, yo de políticos no entiendo nada. Pero lo que es de verbos. Un puñao.

CON LA PRESENCIA 'INTERESTELAR' DE... (Por riguroso orden de desaparición)


 
MARTÍN, Miguel

 
MAUSOLEO / Miguel Martín


He tenido poca fortuna en la vida pero no he sido desgraciado. He sido fotógrafo.


Pero no he vivido de la fotografía. Me hice fotógrafo para poder soportar aquellas tardes de los domingos; las de ahora ya no me importan. Por lo tanto, todas mis fotografías tienen algo de ruina y tristeza. Es decir, el turismo inevitable.


En verdad, no he hecho más que dos fotografías. Una de ellas se aproxima a la que enseño; la verdaderamente importante es «la otra». El resto es repetición, variaciones.


La vida es demasiado corta y no da para más de una idea genial o dos fotografías que te salven del olvido.


Cuando iba a fotografiar nunca llevaba la máquina fotográfica. Sólamente los ojos y el ánimo necesario. Después esperaba a que llegase la tarde de domingo en la que estaba seguro que acertaría con una de las dos fotos que he podido hacer hasta hoy. He pensado mucho estas dos fotografías, pero mucho.

El resto fue turismo.


PAVANITAS

Pavana para un Ché Guevara

(Tal día como uno en que murió Santiago Carrillo)



No se remire el fusil,
platique con las estrellas.

Que en la selva acobardada
los soldaditos le velan.
Aguante la vista arriba,
que no le tiemblen las piernas:
si peleamos es de fondo,
con cartuchos de miseria.
Contra la voz infinita
que nos quiso aguantadera
de negro chico y sonriente,
masticando las esperas.
Pídale al aire un murmullo
que lo acompañe de veras,
que el frío negro del sable
ni está atento ni se acerca.

No se remire el fusil,

ríndaselo a las estrellas.

Por la noche comandita
frente al enemigo hay velas
que soportan compañeros
de silencio, con tristeza.
Todos unánimes: muertos
por la negra balacera.
Y no se arrugue la boina
como un pétalo de fiera.
Prefiera mirar derecho
los resplandores de hoguera,
contra el frío acontecido
que le ahuyentan calaveras.

No se remire el fusil,
acaricie las estrellas.

Déjele el gatillo al aire,
que él sabe más de peleas.
De guerrillas sospechadas,
tan revoltosas e inciertas.
Mírele fijo al futuro,
que lo esperamos de veras:
con el agujero viejo
de una bala prisionera
por donde se escapa el sueño
de ferocidades hembras.

No se remire el fusil,
se fue a pelear por ellas.

¡Y levante la cabeza!
¡Levante el pecho a la espera!
¡Que así que pasen cien años,
un soñador siempre acierta!